
Al verter el contenido sobre la espuma del café, el azúcar formó, sarcásticamente, un corazón.
Mientras observaba como iba empapándose cada grano, de a poquito, en cámara lenta, como si se tratara de un antiguo y eficaz método de tortura inquisitorial, me percaté de la metáfora cruel, del esperpéntico paralelismo entre nuestro final y aquella simple escena cotidiana.
Cuando el azúcar terminó de precipitarse al fondo de la taza, lo removí concienzuda y lentamente con la —vana— esperanza de que tu recuerdo se disolviera igual en mi memoria.