Declaración de culpabilidad

Después de todo, no voy a ponerme ahora a repartir culpas a diestro y siniestro cuando nunca antes lo había hecho, ni aún cuando, en más de una ocasión, hubiera tenido motivos más que justificados para hacerlo. Prefiero seguir siendo el único responsable de mis actos, pero también quiero seguir siendo el único testigo y, sobre todo, el único juez. Y para empezar, de entrada, y con las pruebas puestas encima de la mesa, me considero culpable de todos los cargos, pero no de los que se me imputan.

Hállome culpable de haber abierto, en ocasiones, demasiado precipitadamente, las puertas de mi casa a quienes, de otro modo, jamás hubieran conseguido la llave para entrar.

Hállome culpable de no haber hecho oídos sordos, tal y como he venido haciendo toda mi vida, a esas voces que me gritaban desde el otro lado del muro para que bajara a tomar con ellos un café con leche bien calentito.

Hállome culpable de haber bajado la guardia por un momento, pensando en que mis detractores también respetarían la tregua. Culpable de haber creído que me dejarían formar parte de ellos, cuando yo nunca hubiese querido.

Hállome culpable de haber creído que podría existir alguien en este mundo que estuviese tan loco como yo o, lo que es lo mismo, alguien dispuesto a creer que estoy un poco cuerdo.

Hállome culpable de haber creído alguna vez, en más de una ocasión, que las cosas no son como tienen que ser, que no tienen que hacerse como está mandado; de haber pensado, alguna vez, que podría no estar equivocado.

Hállome culpable de haber elegido mi propio destino, de haber cometido mis propios errores y de no involucrar a terceros, ni a cuartos ni a nada.

Hállome culpable de haber conocido a personas que no me importaban lo más mínimo y de no haberles prestado la atención que, por su categoría social, por la positiva influencia que podrían haber ejercido sobre mi, o porque a los demás les daba la gana, debería haber escuchado, admirado o, simple y llanamente haber dejado constancia de su existencia en mi memoria y, en algunos casos, una huella imborrable en lo más profundo de mi ser.

Hállome culpable de no afeitarme todos los días, de no bostezar con la boca cerrada, de no dormir y comer a mis horas, de no ir al fútbol los domingos por la tarde, y de otros pecados más inconfesables aún, si cabe.

Hállome culpable, y lo confieso públicamente para que sirva como ejemplo ejemplarizante, de apretar el tubo de la pasta de dientes por arriba, de apagar la luz, más de una noche, al alba; de haber cruzado muchas, muchas, muchas veces la calle sin haber mirado a ambos lados, de decir palabrotas sin que vinieran al caso; de masturbarme con las dos manos, de haberme quedado dormido, aunque muy pocas veces, sin antes haber rezado.

Hállome culpable de haber ido creciendo con la edad, de hacerme más viejo con el paso del tiempo, de haberme orinado en la cama de pequeño.

Hállome culpable de no haber querido a mi prójimo como a mí mismo argumentando tonterías tales que, si así lo hiciese, lo mataría.

Hállome culpable, culpable, culpable de haber dicho cosas como que he amado a Dios sobre todas las cosas, pero antes que nada sobre Dios mismo, sobre el cuerpo de mi compañera, sobre todo.

Hállome culpable de no danzar al son que me tocan, de no haber seguido el ritmo de moda con el pie, de no haber cantado alguna vez un himno bien alto, el himno.

Hállome culpable de haber llegado un par de veces tarde al trabajo, de haber llorado. Culpable de haber pensado cosas diferentes a los demás, de haber tenido sueños distintos; de haber creado.

Y para que quede constancia de todo ello y confirmando, de antemano, que cualquier cargo del que se me acuse dentro de este mismo orden ha de ser verdadero, si no cierto, firmo de puño y letra esta declaración, afirmando que lo hago libremente y sin ningún tipo de coacción, declarándome culpable de haber sido como soy y de cómo pienso seguir siendo.