De lo que no se puede hablar, hay que callar.
Wittgenstein

Cierto: tu sexto sentido me previno, pero yo sólo tengo cuatro porque perdí el del oído para no escuchar lo que no me interesaba. De hecho, fui obviando los restantes según me venía en gana o, a veces, sin saberlo. Digamos que me convertía en ciego y sordomudo según las circunstancias, porque del gusto y el tacto nunca quise ni pude desprenderme.

No, no es una confesión; a lo sumo un reconocimiento, un saber estar, un punto de final y partida en la misma proposición. Quizás una frase expresada en un momento dado, con la finalidad de dibujar un sentimiento, no haya sido verdad, pero sí posible y, por lo tanto, nunca fue mentira. Mientras exista la duda, mientras sigas leyendo, mientras sigo escribiendo signos que quieren representar ideas, hechos, acontecimientos, relaciones inter-personales y, siendo más osado aún, sentimientos, todo puede suceder.

Este es el embrujo del lenguaje. Te hablo, me escuchas, nos miramos, nos saboreamos, nos sabemos, nos olemos y… por más que te diga Te quiero, nunca sabrás si es verdad, pero podría jurarte que sí. Necesitas creerme para no perder la razón; de hecho, deberías dejar de leer esto, inmediatamente, si no quieres despedirte de ella, o recuperarla, quién sabe.

Sin embargo -y esta es la parte mágica que nos encanta-, eres capaz de creer, de querer creer, de dejarte engañar, higiénicamente, con tal de sentir. Y no, tampoco se trata de un reproche. Tú, al menos lo sabes (deberías saberlo); yo, por el contrario, lo sé y no soy capaz más de escribir lo que me veo en la tesitura de seguir por este camino, tan recomendado, tan vanagloriado, tan absurdo y estúpido que algunos pronostican como el correcto.

No digas Te quiero, no me hace falta oírlo, pero léelo en voz alta y, tal vez, si lo repites como un juego más del lenguaje, llegarás a plantearte que puede ser verdad. Piensa en ti y piensa en mí. Piénsate. Empiézate. Termino. Se me acaban las palabras: éste es el límite de mi mundo. Fin.