¿Y, si en el fondo no fuéramos más que el resultado, siempre inexacto, de un puñado de reacciones químicas?

   ¿Entonces, cuando leo a Rilke -cuando el arco del chelo alcanza el máximo ángulo para producir el tono más grave de la Suite Nº1 de Bach; cuando me da la muerte chiquita porque tu mano serpentea por mi espina dorsal; cuando me miras, despacio me miras- es tan solo una fusión de proteínas, un mísero impulso eléctrico, una prosaica sinapsis?

   A la final va a resultar que, si quiero ser sincero (y lo quiero, lo quiero, lo quiero), tendré que decirte que te amo con todo mi… cerebro, que mi corazón sobresaturado de colesterol no puede darte más que mis pulmones atiborrados de alquitrán o mi hígado repleto de triglicéridos. Porque mi amor, mi vida, mi alma no son más que una inevitable y poco romántica cópula de elementos de la tabla periódica.

   Podría decir, y así quedar tranquilo, que te amo (o sea, que quiero que tus fluidos interactúen con mis aminoácidos esenciales)  con todo mi neocórtex, con mi sistema linfático, con mis hormonas; que cuando me besas los azúcares de mi organismo combustionan espontáneamente y «siento tu cuerpo temblar como una luna en el agua».

   Sólo sé que algo está pasando, y es que la ciencia no funciona, no me dice nada. Tal vez sigamos pautas recurrentes que han ido evolucionando desde que fuimos reptiles, pero lo cierto es que no sé si tengo ganas de hacerte el amor o de fornicar con fines reproductivos o, incluso, follar. Yo qué sé.

   ¿Quieres evolucionar conmigo?

   En cualquier caso, mientras la ciencia no demuestre lo contrario, mi sistema límbico, ético, psicotécnico, caleidoscópico y supercalifragilisticoespialidoso me impelen, genética, auotomática e irracionalmente, a estar contigo.

   A lo mejor son solo feromonas, pero yo me sigo empeñando en llamarlo amor.