Él también descubrió que las minas del rey Salomón se hallaban en el cielo, pero ya había estado allí y, como buen canalla, también descendió a la tierra.

   Era un ser mitológico, prácticamente leyenda; casi ritual. Otras tantas, un tripulante de ningún modo.

   Buscando la cura, halló la locura, y se creyó salvado, pero nunca permitió que lo tildaran de salvador. Había conocido ya  demasiados Mesías de la Nada.

   Lo más difícil fue arrancarse las alas para encajar en el disfraz que se había confeccionado para pasar desapercibido; para parecer normal, que era la norma en ese lugar.

   Encontró uno que —ingenuamente pensó— era de su medida. Pero, con el tiempo, comprobó que le venía algo grande. Sin embargo, todas los demás seres de fábula que encontró en su peregrinaje y le fueron afines, vestían prendas parecidas. Los demás los llamaban locos o poetas, y por eso escogió el de escritor.

   Una noche de luna llena (no sabía por qué, pero siempre lo acompañaba y lo agarraba de la mano y paseaban por la orilla de la playa y), empeñado en su afán, metido de lleno en su papel, escribió aquella frase.

   Nunca supo por qué aquella y en aquel momento. Tampoco nunca se lo preguntó. Él siempre dijo que fue culpa de ella, que, en verdad, la única culpable del delito —si lo hubiera o hubiese— fue su mirada.

   Y aquellas pláticas, tan suyas, tan de llenas, tan.

   —Ya sabía que habitabas dentro de mí, pero no que hubieras estado tomando notas. Pero, claro, no es tu culpa existir, sino mía por haberte soñado tal y como eres.

   —Te voy a decir dos cosas. Una la podrás escuchar pero la otra sólo sentir, porque te la diré entre paréntesis. La primera: gracias. La segunda (te amo) tal vez la puedas escuchar algún día.

   Ahora que las alas vuelven a brotar, ya no sabe como esconderse. Intentó otros camuflajes, inventó otros nombres, se casó, tuvo hijos, se hipotecó, fue normal. Inventó cualquier pretexto y acepto toda clase de torturas, pero, aquel verso, descubrió su identidad.

   Fue condenado a vivir. La sentencia fue sádica pues incluía extirparle la imaginación.

   —¡Yo sé que ella me ama! —argumentó como única excusa ante el tribunal.

   «Lo puedo sentir», sus últimas palabras.