Conozco a alguien (y lo hemos leído muchas veces como justificante y, a veces, eximente de asesinatos, casi siempre masivos) que dice que escucha una voz en su cabeza que le dice cómo actuar, cómo vivir, qué comer, qué es bueno y qué es malo. Exageraría si dijera que es un amigo, sobre todo porque hace mucho que no lo veo ya que su psiquiatra le recomendó que se lo hiciera ver en un lugar tranquilo donde unas amables personas con batas blancas le regalan pastillitas de colores cada 6 horas, bajo prescripción facultativa, eso sí.
   No soy un experto en estos temas —ni en ninguno, no se adelanten— pero he oído decir (no a una voz interior, sino a un ser humano real), y creo que a ese tipo de personas se les suele diagnosticar una enfermedad mental que se llama esquizofrenia.
Existen millones de personas en el mundo que rigen sus vidas, más o menos estrictamente, basándose en un libro escrito hace unos dos mil años por unos señores (ninguna mujer, creo recordar) que decían también oír voces dentro de sus cabezas. Por suerte, la mayoría de estas personas no son asesinos en serie y no suelen cambiar de creencias como de equipo de fútbol o como un político de partido. Sin embargo, otra parte de ellas sigue religiosamente (adjetivo elegido ex profeso) a un tipo que eligen otros señores igual de viejos, igual de anclados en un pasado en el que la humanidad vivía según sus miedos, y sólo cuando el anterior elegido es llamado —dicen— a encontrarse en una vida mejor (¿mejor? ¿qué tiene esta de malo?) con esa voz “interior”. Lo suelen llamar Papa, creo.
   El Papa no es —ni ha sido a lo largo de miles de años de historia— más que un esquizofénico paranoide que se cree el representante de una entelequia en esta tierra, que predica exactamente todos y cada uno de los mandamientos (quién lo manda, la voz que te habla en tu cabeza?) que no cumplen. O sea, el ser más insolidario, antinatura y cómplice de genocidio que haya existido. Porque estaremos de acuerdo en que el Papa no es un ser humano, porque si eso es un ser humano sería la prueba definitiva de que esta especie se va al carajo.
   Sé que podría usar otras palabras, hacer otras comparaciones, ser, como suele decirse, política, y en este caso, religiosamente correcto pero, verán, no me da la gana. Tú oyes voces en tu interior y eres feliz: qué bueno. Yo no, pero no pretendo convencerte de lo contrario, ni te llamo enfermo porque te gusten las personas de tu mismo sexo o porque quieras casarte con ellas y tener una familia. Mis “representantes” no van por ahí diciendo que si no pienso como ellos estoy equivocado, no financian guerras, no se callan ante las injusticias, no critican las leyes que nos rigen, no auspician estados corruptos y criminales, no miraron a otro lado cuando Hitler mataba a millones de personas que ellos consideraban que no seguían a rajatabla las “enseñanzas” de la voz esa, léase gitanos, judíos, gays o cualesquiera que les quitara el chollo que aún hoy día mantienen en muchos países con tratados leoninos que impiden que otras creencias igual de respetables tengan acceso a los presupuestos que pagamos entre todos, incluyendo a quienes no creemos en dios.
La iglesia católica, sus representantes y no siempre, no todos los seguidores de las enseñanzas de un hombre, siempre, siempre, siempre ha estado al lado de gobiernos fascistas, apoyando sus inequidades mientras ellos llevaran parte del pastel. Predicar con el ejemplo, esa frase que me parece la base de la educación, es algo que jamás ha practicado la jerarquía eclesiástica. Porque para la Iglesia todos los hombres son iguales, por ejemplo, siempre y cuando hagan lo que yo digo, piensen como yo pienso y punto. Y ahí si son firmes y tajantes: todos los hombres son iguales, pero ¿y las mujeres?
   Me encanta no ser mujer en la misma medida que me encanta ser un hombre, o sea, en ninguna, porque tengo la oportunidad y el conocimiento y la suficiente capacidad analítica para reconocer que donde yo meta la polla no es asunto de nadie, que lo que yo quiera meterme en el coño no influirá para nada en la educación de mis hijos ni de mis hijas. El mínimo grado de cordura y decencia y sentido común y corazón para ayudar a cualquier otra persona más allá de si me la follo o no, de si me consigue un enchufe en un trabajo para el que no estoy capacitado y, además, capaz de reconocer que hay cosas para las que existen otras personas mejor preparadas que yo.
   Es absurdo que se diga que para ser feminista hay que ser mujer. Igual de absurdo que la crítica estúpida que hacen quienes no tienen ni la más remota idea de qué hablo en este momento, o sea, la mayoría de los hombres y, todavía una gran cantidad de mujeres educadas como tiene que ser y como está mandado, esto es, que todas las feministas son unas putas y además lesbianas y que lo son porque no hay ningún hombre que se las quiera coger, excepto yo, claro, que si las cojo yo van a saber lo que es un hombre.
   Es ridículo generalizar, es estúpido ningunear, es aberrante creernos el ombligo del mundo y denigrante predicar sin dar ejemplo.
   Es ridículo que porque las leyes, las nuevas leyes, las leyes igualitarias que sólo existen —a pesar de lo que creemos— en muy pocos países e, incluso dentro de estos, en muy pocas ciudades como el DF en México (aunque aquí la ley sea la excusa perfecta para hacer algo como me da la gana, o sea, contra la ley) o en otros países donde gobiernos llamados progresistas, o sea, que no aspiran a que los ricos sean cada vez más ricos por el mero hecho de haber nacido en una familia adinerada, es ridículo, repito, que nadie recuerde que la democracia, la dictadura de las mayorías tal y como se aplica, sin ir más lejos, en el adalid del supuesto gobierno de por y para el pueblo (EE. UU) no es infalible y que a veces la excepción confirma la regla. Si en España existe una ley que permite que cada vez mueran menos mujeres a costa de que algún hombre inocente sea condenado de manera injusta, bienvenida sea. Si hay una ley que le da el derecho inalienable a las mujeres a decidir si quieren ser madres o no en un momento determinado de sus vidas y eso implica que alguna aprovechada, ignorante más bien, la utilice para abortar, como si el aborto fuera un deporte que todas las mujeres quieren practicar nomás para joder a los curas, bienvenida sea.
   Es estúpido ningunear a nadie —nunca mejor dicho— porque nos creemos mejores dentro de la supuesta especie elegida (¿por quién? ¿por la voz que habla dentro de tu cabeza?), porque tú trabajas para mí y yo tengo la suficiente caridad cristiana como para contratar a un pobre como tú, inútil, porque todos los pobres sois pobres porque queréis, carajo.
   Es aberrante creernos el ombligo del mundo, como si el mundo tuviera ombligo. Puedo entender que alguien haya tenido la fortuna de haber nacido en una familia con una posición acomodada, como se suele decir eufemísticamente. Por eso me parece tanto o más significativo que esa persona dedique parte o la totalidad de su vida a luchar por los derechos de los demás cuando la mayoría de la gente de sus estatus social sólo piensa en ganar más y más dinero. Porque, a pesar de lo absurdo, no podemos dolernos más que por nuestras heridas: tu dolor de cabeza lo entiendo sólo si alguna vez me ha dolido a mí. Por eso me parece admirable que alguien que jamás haya sufrido una cefalea luche por tu derecho al silencio y la obscuridad en esos momentos. En suma, no hay que ser pobre para luchar por una repartición equitativa del capital, no hay que ser mujer para defender la igualdad de derechos entre los sexos, no hay que creer en un ser supremo para luchar por las personas.
   Es denigrante, por el contrario, ser el dueño de un Estado que predica la humildad, la pobreza y la familia tradicional como única y verdadera y ser, a la vez, sin vergüenza, sin conciencia, uno de los países más ricos del planeta y no ser capaz de entregar a la justicia a quienes pueden denigrar tu imagen cuando practican la pederastia impunemente gracias a que tú, como siempre, no te guías por leyes humanas, pero las criticas y las combates y declaras guerras incluso cuando no estás de acuerdo con ellas.
   Errar es humano, dicen, y perdonar divino. Yo no pido, ni quiero ni necesito el perdón de tu dios. Yo no te digo cómo tienen que ser las leyes divinas y tú no tienes ningún derecho a juzgar las leyes humanas. Yo no voy a tu iglesia a enseñar, así que tú no te metas en mis escuelas a enseñar. Yo no cuelgo en tus templos ninguna bandera, ni una piñata, ni una foto del Pepito Grillo que habita en mi interior así que, por favor, predica con el ejemplo y quita los crucifijos de las aulas.