No nos engañemos que, para eso, ya están las estadísticas: El gobierno de España toma las decisiones por poderes y el padre putativo —madre, en este caso; para que después digan los neo-machistas— es Alemania, o Europa, si se quieren repartir las culpas entre todos los países de la UE.
Los presupuestos se hacen en función de lo que se nos pide desde el macro-estado del que —dicen— formamos parte. El parlamento europeo está por encima del español y, tal y como se viene diciendo, eso atenta contra la soberanía nacional recogida en la Carta Magna.
Se nos intenta convencer de que no hay otra solución, de que estas medidas son provisionales y absolutamente imprescindibles para salir de la crisis en la que, por lo visto, nos hemos metido todos como pueblo —para eso sí soberano, para equivocarnos— con la inestimable ayuda del gobierno anterior.
Este es el gobierno de las excusas. A sus recortes los llama ajustes, a la subida de impuestos medidas necesarias, y la amnistía fiscal para las grades fortunas que han defraudado a la hacienda pública en contra del país —a esa manada de ladrones que ahora pretende legalizar—, al ministro no le gusta, claro, pero es por culpa de la herencia.
La parte del pueblo que aún puede comer y tiene acceso a las nuevas tecnologías de la comunicación (el gobierno también recortó en I+D) se conforma con poner “Me gusta” o hacer un RT. Otra parte acude a las concentraciones convocadas por los sindicatos que ven cómo su poder de acción parece ser inversamente proporcional al de convocatoria. La clase trabajadora está amordazada por ley y el miedo ha hecho por fin mella en sus conciencias.
Desde la oposición ahora empiezan a surgir las propuestas como si hubieran encontrado en el desván de la imaginación todas las ideas para aplicar las medidas que no quisieron, supieron o pudieron llevar a cabo cuando gobernaban. Piden, por ejemplo, algo tan lógico como que se revise el convenio entre Iglesia y Estado para que la primera pague al fisco como cualquiera, de lo que resultaría —con las cuentas menos exageradas— una media de 9 mil millones de euros. Durante sus ocho años de mandato no tuvieron lo que hay que tener para hacerlo: dignidad, coherencia y compromiso para con sus ideas y quienes les votaron.
Cuando se aproximan las elecciones en el país que se autoproclama defensor de la democracia, los Estados Unidos de Norteamérica, nunca falta esa especie radio-televisiva que se denomina tertuliano/a diciendo que el resto del mundo también debería votar pues todo lo que pase allí nos afectará irremediablemente. Con su pan se lo coman, aunque será con el nuestro.
No se dan cuenta o sí se dan pero no quieren que nos enteremos de que, en verdad, no votamos a partidos políticos, ni a personas, ni a ideas, que ni siquiera sabemos si sirven de algo esas papeletas vertidas en una urna cada cuatro años. Deberíamos votar por los consejeros delegados de las grandes empresas nacionales y extranjeras que son las entidades que deciden sobre nuestro futuro.
Si aún tienen dudas al respecto, presten atención al vocabulario que utilizan quienes dicen que nos gobiernan en nuestro nombre y por nuestro bien: todas las medidas urgentes, necesarias, las que se han visto en la obligación de tomar por culpa de la herencia son para reactivar los mercados y la confianza internacional en la economía española. ¿Y el pueblo?
Crisis, what crisis? ¿Pueblo, qué pueblo?