Melones gordos (dulces como el caramelo)


   El 26 de junio de 2013 fui cordialmente invitado a los Encuentros Literarios
que organizan en la ciudad de Granada los poetas Juan Peregrina y Fernando
Soriano.

   El acto se convirtió en una excusa ideal para compartir algunos
textos con gente a la que quiero y que, extrañamente, también me quiere, y
devino en una razón más, de esas que no necesitamos, para departir después
alrededor de unas copas con sus correspondientes tapas (la única finalidad
comprensible de la literatura).

   Algunos de los cuentos que se leyeron en dicho acto, así como el
audio en el que se pueden escuchar las presentaciones de Juan y Fernando (sí,
no parece que estuvieran hablando de mí) y la mía propia que transcribo a
continuación, pueden oírse desde esteenlace a la web de los Encuentros Literarios.

Melones
gordos (dulces como el caramelo)


   Por mi barrio suele pasar una furgonetilla vendiendo frutas y
hortalizas, cuya primera matriculación debió coincidir con el bautismo de
Cristo en el río Jordán. Así que, como método de datación, lo mismo da decir “siglo
V d. de J. C.” que “siglo VIII d. del de los melones gordos”. La diferencia
será, a lo sumo, de dos o tres días.


   Dije que suele pasar, pero no es cierto; al menos no es exacto,
porque la dichosa furgonetilla anunciando su buena nueva pasa, inexorablemente,
tres veces en semana y siempre a la misma hora. A la vecindad y a mi mala
memoria le viene de maravilla para no tener que consultar el calendario.

  Volviendo a las aguas purificadoras, me he permitido bautizarla
como “la de los melones gordos”, pero en verdad podría haber sido también “la
de las mandarinas (dulces como el caramelo)”, “la de las sandías (dulces como
el caramelo)”, o “la de las peras (dulces como el caramelo)”.

  Esta reiteración metafórica entre paréntesis es sumamente eficaz
a varios niveles, tanto lingüísticos como comerciales. De entrada, si a usted
no le gusta el caramelo, padece diabetes, o le gusta que las cosas sepan a lo
que son, ya puede ahorrase el corto viaje hasta la tienda ambulante. Si, por el
contrario, usted gusta de la poesía y, por lo tanto, siente una curiosidad casi
malsana —diríamos científica— por contrastar sus opiniones, es muy posible que
sucumba a la llamada de los altavoces estratégicamente colocados en el techo
del vehículo.

   Gastronómicamente hablando el tema da para mucho, pero habría
que hacer pruebas de ensayo-error que nos quitarían tiempo y dinero. Poco de
este último, la verdad, porque tres melones gordos (dulces como el caramelo)
por cinco euros hay que reconocer que es un precio justo, aunque eso también dependerá
de lo que se entienda por “gordo”. 
Literariamente no podemos obviar que la comparación deja mucho
que desear.

   Me dirán que estoy sacando las palabras de contexto, incluso se
me acusará de que estoy meando fuera del tiesto, hablando de metáforas, y en
parte no negaré que tienen razón. Pero ya que se trata de hacer comparaciones y
de que no fui yo el que empezó, que de todas formas la furgoneta con los
melones gordos (dulces como el caramelo) seguirá pasando inmutable, a la hora H
los días D, me permito hacer un símil en justa venganza a mis desvelos.

   No me cuesta nada imaginar la escena: se acerca Navidad, ya
saben, esa fecha entrañable en la que, por decreto, hay que quererse, y aún nos
queda por comprar el último regalo —para demostrar nuestro amor—, ese que
dejamos siempre para última hora porque nunca se nos ocurre qué regalarse a tal
o cual persona.

   Como habíamos quedado en que somos amantes de la literatura, lo
demostramos yendo a comprar un libro a la sección “especializada” de unos
grandes almacenes donde nos atenderá, amable y desinteresadamente, una persona
experta en libros, gordos como melones, “contri” más mejor.

   Así pasa, en general, con la literatura. Las sectas editoriales
publican mamotretos sin importarles la trama, ya sea dulce como el caramelo o
amarga con la hiel o que esté plagada de lugares comunes de este tipo y aun
peores. Su única preocupación es que sean gordos como melones para poder
venderlos a mucho más de cinco euros.

   Ante este panorama, alguien que se dedica a escribir cuentos —«¡Cuentos
largos! ¡Tan largos! ¡De una pájina!», como decía JR)— se comprende fracasado
cada vez que termina uno, lo guarda en un cajón a la espera de tiempos mejores
o de una vuelta de tuerca en la educación, y sigue escribiendo.

   Sobre este aspecto bastaría con dar una vuelta a nuestro cuello
y nuestras entendederas para mirar al otro lado del Atlántico, allí donde la
crítica descubrió hace años que había monos que sabían escribir, allá donde,
nuevamente, una caterva ingente de especialistas vuelve a mirar —en el caso del
microrrelato— solo para confirmar que sí, que vale, que está muy bien, que los
monos han seguido creciendo, pero que en España es donde está el verdadero arte
de narrar en corto.

   Los melones gordos (dulces como el caramelo) tienen, además,
denominación de origen, claro. En este caso son manchegos. Como Don Quijote, ya
ven. Porque no basta con que sean melones, no es suficiente con que escribamos
en el mismo idioma. Lo importante es que “semos” españoles y no van a venir, a
estas alturas, unos salvajes cristianados a darnos lecciones sobre cómo usar
nuestra lengua.

   Mucho menos ahora que en España todo va bien, como es público y
notorio.

   Después de lo dicho me daría vergüenza recomendarles que
compraran un libro, por más que sólo cueste cinco euros, sobre todo porque no es
dulce como el caramelo y, además, porque no soy español, ni gordo, ni
cristiano, ni un melón.

© Carlos
de la Fé