Hubo de padecer en su alma la crueldad instigada por las demás creencias que lo condenaban hasta por un pensamiento remoto en su subconsciente.

Llegó a Lhasa después de años de peregrinación y abstinencia, de cirios y flagelos, de estudio y comprensión.

Es por eso que, aún hoy sigue sin entender la reacción del Dalai Lama cuando, hincado ante su querida presencia le confesó, convencido de su indulgencia: «Maestro, soy fumigador y amo a todos lo seres de la tierra».

Algunos monjes del templo, aún hoy, tantas reencarnaciones después, siguen relacionando ese acontecimiento con el supuesto suicidio del Dalai, el primero en la historia del Tibet.