Nuestro personaje acaba de tomar conciencia de su papel en este cuento. La ficción es su realidad y empieza a existir en este momento. Busca respuestas en su interior, recuerdos que lo ayuden a comprender y a salir de su mundo unidimensional, y lo único que encuentra son dudas existenciales.
Cree tener, sin embargo, una posibilidad, cierto libre albedrío. Es tan sólo un presentimiento -tal vez una esperanza, una mentira piadosa, un autoengaño-, por eso se deja llevar representando su papel, pero sabe que puede adelantarse, por un breve instante, a la mente de su creador o, más exactamente, aprovechar ese mínimo lapso de tiempo que transcurre entre que la idea se fragua en la imaginación de esa especie de demiurgo y es traspasada al papel.
Por otro lado, el autor cree a su vez estar escribiendo un cuento muy original en el que un personaje toma conciencia de sí mismo. Evidentemente no ha leído a Unamuno; o sí, lo que evidencia su falta de memoria y originalidad.
A partir de ahora empezará a jugar con los tiempos verbales y cambiará de punto de vista, de lugar, de persona gramatical, hasta de idioma. Es su forma de engañarse. Cada uno tiene la suya. Él escribe. Dice que para buscar respuestas, y aquí coincide con su personaje.
Pero volvamos al personaje. De hecho creo que es el momento indicado para buscarle un nombre, pero el escritor siempre ha detestado esta parte de las historias. No hay que olvidar su falta de imaginación. También puede ser un perfeccionismo excesivo. Tampoco habría que descartar el que algunos llaman perfeccionismo a la falta de ideas. En su caso nunca encuentra un nombre apropiado para sus personajes. A veces le parecen muy simples, otras demasiado rebuscados. Por eso suele optar por las iniciales o los apellidos a secas o los motes. Esto tampoco es que sea muy original, no hay más que mirar la historia de la literatura. Además los autores suelen escoger sus propias iniciales para llamar a los protagonistas. Haciendo gala, nuevamente, de su falta de originalidad, digamos que este se llama C. J.
Mientras el cuento sigue avanzando, es razonable suponer que C. J. va leyendo las palabras según se escriben. Incluso, como él mismo nos ha dicho, es posible que haya intervenido de alguna manera en cada una de ellas, palabra por palabra. Sé que le molesta que hablemos de él como si no estuviera delante. A todos nos pasa, supongo. Esos cuchicheos, como ante un enfermo terminal o un niño que no debe oír conversaciones de mayores. No deberíamos reparar ahora en estos detalles. Es igual que si, por un momento, nos detuviéramos a pensar en los posibles lectores o, peor aún, en el Lector. Pero, ya puestos, hagámoslo. Lo bueno que tiene singularizar a nuestro Lector es que podemos dirigirnos a él de una forma más directa empleando la segunda persona. Aún recuerdo la primera vez que leí una novela en la que me hablaban de tú. Miraba por toda la habitación como buscando una cámara oculta, lo que a su vez me hacían pensar justo en el momento en el que el autor estaba escribiendo. Es cierto, había como un salto cualitativo que convertía la comunicación en comunión. Otra peculiaridad es que no tenemos por qué buscarle un nombre propio que lo identifique: esa mayúscula le da entidad suficiente y deja de ser común.
No sé por qué asociación de ideas me viene a la mente la imagen de la sagrada o divina -o como se diga- trinidad. Tal vez habría que escribirlo en mayúsculas, pero no me da la gana. Autor, Lector, personaje (por qué con minúsculas), comunión, literatura, nada.
Es cierto que, una vez terminado el texto, el autor va desapareciendo. Lo ideal sería que desapareciera por completo de la mente del Lector. Hay quienes lee un libro sólo por recomendación (lo que está muy bien) o por el nombre del autor (lo que está muy mal. Pero bueno, al menos leen y no ven la tele ni van a la playa ni tienen niños ni hacen la guerra) y en lugar de dejarse atrapar por la historia se dejan engañar por la biografía. Es como esos lectores, en plural, que dicen que prefieren la novela histórica que la ficción o el realismo. Yo diría que son exactamente lo mismo. De hecho no conozco nada más real que la fantasía ni más dramático e increíble que la realidad. Al final todo se convierte en historia, o en la parte de la historia que cuenta según quién y cómo. Si yo escribiera un cuento en el que cientos de mujeres son desaparecidas impunemente con la connivencia del gobierno del país, brutal, asquerosa e incomprensiblemente asesinadas sin que -casi- nadie se preocupe por una realidad así, es probable que ese cuento se considerara una mera ficción. Imagínate si me diera por hacerles un homenaje literario y les pusiera cruces rosadas en medio del desierto. Sería realismo mágico. Macondo pasaría a ser un kinder. Y sin embargo sé que hay quien preferirá seguir ignorando la realidad y tal vez lea, dentro de unos años, en un libro de historia el mismo cuento. No sé, tal vez debiera leer el periódico, y punto.
Al menos C. J. puede darse el lujo de mirar cara a cara al presidente del país en que pasan cosas así (después de vomitar, mucho) y llamarlo simplemente asesino. Él puede, no existe, nadie podrá ajusticiar a un personaje de un cuento. Lo malo es que el asesino sigue en su puesto y todos sabemos su nombre, y nadie lo dice, y el que lo dijo ya sufrió un accidente. Se resbaló en la ducha y se cortó la lengua, se quemó las huellas digitales con ácido y se cortó la cabeza. Siempre han dicho que los accidentes caseros son fatales.
Si yo fuera el autor de este cuento me solidarizaría con C. J. y apoyaría todos y cada uno de sus pensamientos. Si yo fuera el Lector, también. En cambio si fuera el presidente me pegaría un tiro, pero para eso hemos de suponer que nuestro asesino (nuestro porque sigue ahí y nadie lo denuncia) sabe leer, y para ser presidente de un gobierno ya se ha demostrado que no hace falta tanta preparación. Puedes ser un borracho o un hijo de puta (esto es casi conditio sine qua non), pero no te pueden hacer una mamada en tu despacho. Menos mal que no soy el autor y que no pienso leer esto.
A lo mejor resulta que soy el mismo C. J. o que C. J. es a la vez autor y personaje y se convertirá en Lector. Incluso el asesino, o un asesino cualquiera. Me gusta. Me gusta ultimar algunas cosas, como los cuentos. Prefiero decir Fin que Bang.