La escritura mediocre es una tomadura
de palabras, un arrebatar las palabras
en lugar de ser arrebatado por ellas.
Animales en verso y prosa[i]. Fabio Morábito.
    La literatura, los cuentos, los relatos, se parecen tanto a la vida como viceversa, o sea, en todo y nada. “El suspenso, que es el alma de todos los relatos” es también la inevitable condición del ser humano frente a sí mismo y a los demás. De ahí a la curiosidad que lo lanza a descubrir otras posibilidades, a dar el salto preciso, aun a riesgo de su vida y de la especie, no hay más que un paso: bajar del árbol o escribir un cuento. 
    
“Lo propio de los relatos es enfrentarse a incesantes bifurcaciones que crean en el lector el sentimiento de que con cada línea y con cada frase se define un territorio y se pierde irremediablemente otro. Este sentimiento de pérdida es básico en los relatos y me atrevería a decir que es la experiencia esencial que nos ofrecen, porque nos enfrentan al hecho de que todos los actos de nuestra vida son un corte, un despedirse para siempre de caminos que quizá, de haberlos tomado, nos hubieran hecho mejores o más felices”. Pero alguien no puede elegir dedicarse a la escritura, no es una decisión que se pueda tomar como el matrimonio, el sufragio o el menú del día, a pesar de los hartos ejemplos que conocemos de escritores que publican sin importarles con quién tengan que acostarse, a quién le voten o qué comer. Y sabemos que suelen ser las mismas personas que después se dedican a sentenciar sobre la moral, la política o las buenas maneras.
    Fabio Morábito hace un enriquecedor paralelismo entre las formas en que un escritor se enfrenta a un texto y la capacidad de saltar de los monos y la imposibilidad para estas acrobacias de los elefantes. Pero los monos no saltan de rama en rama por diversión sino como consecuencia de los peligros que acechan a ras de suelo y por los aires. Esos saltos, casi mortales y sin red, pueden convertirse en un camino equivocado, una rama que se quiebra y conducir al final precipitado y no elegido, comparables al acto creativo totalmente distinto del paseo por la selva para ir en busca del alimento por la ruta conocida, como quien va al supermercado por el camino fácil, tranquilo, acompañado, en familia. “Porque estos traslados carecen de la urgencia y del elemento de arrebato sin los cuales un relato no puede existir. Carecen del peligro de muerte que acecha a cada línea de un cuento”.
 
    Tal vez esto sirva como otro argumento para la evolución de las especies, aunque parezca que ciertos escritores descienden por línea directa de los elefantes y de su prodigiosa memoria, conformitas que menean su trompa para demostrar que ellos también podrían saltar si quisieran, incluso dejar de escribir como hace doscientos años, aunque eso los alejara de los premios y los editores y de sus casitas en el barrio alto y un digno cementerio en el que caerse muertos, como el camposanto de la RAE.
El único riesgo que corren los escritores que siguen vomitando libros al estilo del diecinueve es que se los compare con sus mentores fosilizados en los anales de la Historia de la Literatura. “La escritura mediocre es una tomadura de palabras, un arrebatar las palabras en lugar de ser arrebatado por ellas”. Y serán las generaciones futuras las que padecerán, otra vez, con perplejidad, el castifo de leer clásicos fosilizados y aprenderán a odiar, lenta, tranquila, inexorablemente la literatura. 

    Sin duda no se puede aprender a escribir pero sí que se puede enseñar. Al contrario también vale, y la sentencia es tan cierta como queramos asumir nuestra incapacidad para ambos casos. Se puede escribir cualquier cosa y cualquiera puede hacerlo (y de hecho se hace, y se publica), pero llamar a eso literatura depende de si lo miramos colgados de la rama de un árbol o desde el suelo firme. Por eso creo que no hay imagen más patética que la de un mono con complejo de escritor, premio Nobel o no, o la de un elefante aventándose discursos sobre la modernidad. De la misma forma que pocas cosas me parecen tan entrañables (y extrañas) como un texto que me lleva y me trae y me vuelve a traer sin importar si quien lo escribió tenía trompa, pulgares prensiles o era diputado del PRI, si se me permite incluirlo dentro de las especies evolucionadas.
    “Soy los libros que he leído”, dijo Henestrosa. Somos eso y además las personas que hemos conocido, amado, incluso las que nunca conoceremos pero ahí están. Podemos estar años, siglos (y de hecho la historia de la humanidad no es más que eso) discutiendo sobre el sentido de la vida, pero no podemos llegar más allá si no es a través del arte y de las sensaciones que nos permiten vislumbrar un algo más. 
    Por eso resulta ridículo e inútil tratar de descifrar la esencia de un verso, el regusto que nos deja un cuento, el aroma perenne de una novela, el escalofrío de una sonata… De ahí lo aburrido de escuchar a un escritor intentando explicar un texto como si se tratara de una fórmula matemática precisa y exacta, analizando cada palabra, cada frase, cada párrafo como si el relato estuviera tumbado sobre la fría y metálica camilla de la morgue y la crítica lo alentara a diseccionar hasta la última coma tratando de encontrar ese no sé qué que qué sé yo único de su obra.
    “La solución de una historia me ha venido con frecuencia de personajes que en los primeros borradores aparecían durante un par de líneas y se eclipsaban sin dejar rastro. A veces no eran ni siquiera personajes, sino objetos: un cuadro, una puerta, un piano, que se habían colado inexplicablemente en la trama y estaban ahí, impasibles, como esperando una oportunidad”. Me encanta contradecir a Chèjov tanto como darle la razón, y esta frase incluye ambas posibilidades. Resulta que la escopeta colgada en la pared del salón sí se disparó, pero nadie supo jamás de su existencia; no mató a nadie pero sirvió para eliminar algún personaje innecesario, una trama que se desvió y acabó, tal vez, en otro cuento. 
    Lo cierto es que comulgo con la opinión y las experiencias de los y las escritoras como Ana María Shua, Julio Cortázar, Juan José Arreola, Clarice Lispector o Fabio Morábito que, cuando empiezan un cuento no tienen muy claro el final, ni el porqué, ni el cómo, porque “en realidad, lo importante no es tanto saber o no saber cómo evolucionará la historia, sino estar dispuestos a cambiar de ruta durante la marcha, a desechar el plan que se tenía y a sustituirlo con otro, que puede ser incluso el opuesto del anterior”.
    Son personas para quienes la literatura no es sólo un oficio sino “una especie de negación, de rebeldía contra el propio destino y la propia especie, puesto que durante el salto cualquier animal es todos los animales”. Animales de letras que cuando tienen una historia la viven y la comparten de la única manera que pueden hacerlo, escribiéndola. La persiguen desde que nacen, desde que despiertan, pero no buscan, encuentran, “como si la historia lo hubiera elegido a él, y no al revés. Creo que la medida de la madurez de un escritor estriba justamente en su conocimiento de lo que le toca escribir, en saber qué historias lo han elegido y cuáles, en cambio, son sólo ocurrencias de un cerebro entrenado en la escritura”. Personas que, cuando llega su final, o el final de cada cuento, que es lo mismo, deciden no seguir el sendero que las conducirá directas, sin bifurcaciones, al cementerio de palabras donde fueron a dar los restos de tantas historias sino que prefieren seguir saltando de rama en rama hasta que el punto final las sorprenda, con un poco de suerte, en medio de un salto, esta vez sí mortal y definitivo y despedirse y vaciarse para dejar hueco a otra historia, sin premeditación, regalándonos un trozo de sus vidas, “de ahí esa sensación, que experimentamos al terminar de leer un buen cuento, de no haber leído sólo un cuento, sino todos los cuentos posibles”.


[i] Animales en verso y prosa. Morábito, Fabio. Letras Libres, Junio, 2008.