Esto viene a ser como amanecer contigo, a tu lado. ¿Qué haríamos sin música? El olor de tus pestañas -las del párpado izquierdo, claro- me recuerda esa melodía que silbaba de pibe. Cuando quería ser un héroe de leyenda y rescatarte. Cuando era el pinche Conde de Montecristo y me lamía las heridas entre cucarachas, humedad y personas.
Viene a ser como ese escalofrío que erizaba la piel, la mía o la tuya, cuando compartimos cualquier canción en, sobre el sofá. Siempre fue un método ideal para hablar sin mover los labios, para pedir disculpas innecesarias o hacer promesas ya cumplidas. Un juego privado en el que no hay más regla que respetar el turno de cada cual a la hora de la elección: una sinfonía, un beso, una guitarra, un pie inquieto como excusa, un saxo y los nuestros.
De repente -mis cosas- me quedo mirando fijamente a cualquier punto indeterminado de la pared. Mis ojos tropiezan con un recuerdo convertido en fotografía, ideas escritas en libros, paisajes comprimidos en cuadros pero, sabes que te estoy mirando a ti, y sé que tú también me miras y se nos pone cara de silencio.
En esos momentos me basta estirar mi mano porque estoy seguro de que te va a encontrar. Tu cuerpo se convierte en escudo contra la soledad y el tiempo se hace prescindible y deja de contar; el espacio se reduce a sudor y saliva, y la ropa un invento absurdo. Vuelves a ser la misma de ayer y tan distinta que me asustas, me envuelves, me llamas, acudo y voy, y nos vamos y nos venimos.
Es justo en momentos así que mi falta de memoria pasa a ser virtud. Debo asegurarme -ves, a veces es tan fácil combinar deber y placer- de que eres la misma de anoche, la que colabora de manera inequívoca y premeditada a seguir mi rumbo; la que me permite estar a su lado para lograr nuestros sueños.