Ana, volverás a escuchar
las piedras que contra tu ventana
lanzó la felicidad.

Tu no te dabas cuenta (o eso me hacías creer como una estratagema más de la coquetería) pero te observaba continuamente.

Me gustaba hacerlo así, como de soslayo y con disimulo (esa era una táctica innata del ritual del apareamiento y hasta del amor) porque captaba imágenes que, aún hoy, quedaban grabadas con la misma espontaneidad que tienen las cosas simples y maravillosas, como un atardecer o un baño en el mar.

Al igual que esas fotos robadas en que el gesto no tiene nada de fingido y las arrugas y las sonrisas destilan el encanto de la edad y se hacen inmortales.

Eran esos pequeños gestos cotidianos los que hacía que mi amor se acrecentase sin apenas darme cuenta e intentaba transmitirte, hacerte sentir en cada beso, cada caricia, cada orgasmo compartido.

Siempre odiaré y daré gracias al cielo y al infierno por cada día que viviste lejos de mí: la excusa de que no me conocías me sabe a hueco y menos aún la de que nunca nos conoceremos.

Porque, a pesar de que no estaba allí (y vaya si estaba, mi amor) aquel primer beso contenía toda la saliva y las ganas de encontrarnos, más que sea ahora, justito ahora, en el momento exacto en que me muero de ganas de reconocer tu piel como una parte de mí, sabiendo que, por fin, llegaste.

Vale, me perdí ese baile, pero bésame igualmente y jamás se te ocurra acordarte de mí.