Su despacho (esa habitación atestada de libros conviviendo en un aparente caos que hubiera sido motivo más que justificado para propiciar el infarto de un bibliotecario cincuentón con una pequeña barriga y un exceso de formalismo y cursos de formación profesional) en el que vivían en perfecta y armónica simbiosis botellas semillenas y semivacías, cajas de cigarros estrujadas, ceniceros usados y cientos de libros escrupulosamente desordenados, tan sólo tres cuadros rompían la armoniosa blancura de las paredes: Las señoritas de Avignon frente al que se masturbaba compulsiva y tristemente. La Despedida, bajo el que lloraba «funesmente» después de limpiarse el semen de la conciencia, y por último, El Grito, gracias al cual, después de seguir paso por paso su ritual diario, se empecinaba en seguir escribiendo aquellos textos que nadie aún había conseguido clasificar dentro de ningún género literario conocido, y que se empeñaba en llamar simplemente cartas.
Nunca te escribí nada (a poco no?) cuando anduvimos juntos. La vida allí fue cualquier cosa menos fácil. Te lo dije cienes y cienes de veces, pero tú parecías tener un miedo ancestral a enfrentarte con la realidad, y no digamos con el pasado.
Por eso siempre hubo un tercero en discordia, el fantasma que nos taladraba la dulce cotidianeidad mientras nosotros intentábamos vivir la vida sin pre, sin contra, sin nada más que el por, venir.
Recuerdas, sin ir más lejos ni tan cerca, nuestro sofá? Al llegar aquí fue lo primero que compré, antes que una cama o una puta televisión; ni siquiera pensé en la tina con patas. En el sofá de nuestra imaginación le dimos forma a nuestros sueños, nacieron nuestros hijos muertos, vivimos nuestras horas sin testigos. Nunca le pusimos un tapizado especial, nunca un color en concreto. Podíamos gozar en blanco y negro, tal y como ahora se me plantea esto que tú te empeñarías en llamar vida.
Ahora estoy sentado en él, escribiéndote la enésima carta, deseando que tu fantasma venga a visitarme entre mezcal y martini, entre Coyoacán y Vegueta, a medio camino de Tepito, la sentencia prevista, y el Salto del Negro, la cumplida.
-Machín, despierta…- Abrió los ojos empapados de recuerdos y se le trepó la figura de su soul mate acribillada a balazos sobre el puto sofá del depa en Tlalpan, el último al que hubieron de huir, la copia exacta de su estudio.
-Romi, si tuvieras polla te diría que te la jalaras y te la arrancaras, maldito puñal.
-No me pongas cachubi, papi, ¿Quieres un guagüi?