Hace una quincena o un mes que mi mujer de ahora eligió vivir en otro país. No hubo reproches ni quejas. Ella es dueña de su estomago y de su vagina. Cómo no comprenderla si ambos compartimos, casi exclusivamente, el hambre.

J. C. Onetti (Cuando ya no importe)

Cuando ya no importe el qué. Mis mayores vicios son leer y escribir; eso sin contar los innumerables que me persiguen por culpa de mi pertenencia a esta especie abominable. Y ahora empiezo a detestarlos porque me han llevado al inevitable precipicio que es la razón.

Y esto no es una queja ni tampoco un reproche, más bien una constatación de las miserias compartidas junto con algún que otro sueño, esa suma de días a la que llaman vida.

Pienso en el hambre de un perro abandonado, o el de un gato que decide saltar por la ventana en busca de aventuras y echa de menos el calor de la manta, la comidita recién servida, la caricia premeditada.

Será cuestión de irse dejando vivir de a ratos: comer una vez al día, entre copas y resacas. Intentar conservar un techo en el que dormir sin favores. Parecer normal por un tiempo.

Me permitiré dos o tres segundos de nostalgia. Esconderé con (de) mis manos los artilugios cortantes (beberé en copas caras o vasos de plástico). Escucharé algunas canciones sólo cuando sea necesario e inevitable. Cantaré, contaré, dormiré, haré como que todo sigue igual o mejor. Todo, absolutamente o casi todo, cualquier cosa menos vivir. Eso sí que no me lo perdono.