Y esto no es una queja ni tampoco un reproche, más bien una constatación de las miserias compartidas junto con algún que otro sueño, esa suma de días a la que llaman vida.
Pienso en el hambre de un perro abandonado, o el de un gato que decide saltar por la ventana en busca de aventuras y echa de menos el calor de la manta, la comidita recién servida, la caricia premeditada.
Será cuestión de irse dejando vivir de a ratos: comer una vez al día, entre copas y resacas. Intentar conservar un techo en el que dormir sin favores. Parecer normal por un tiempo.
Me permitiré dos o tres segundos de nostalgia. Esconderé con (de) mis manos los artilugios cortantes (beberé en copas caras o vasos de plástico). Escucharé algunas canciones sólo cuando sea necesario e inevitable. Cantaré, contaré, dormiré, haré como que todo sigue igual o mejor. Todo, absolutamente o casi todo, cualquier cosa menos vivir. Eso sí que no me lo perdono.