El domingo fue un día triste; o sea, un domingo. No de esos soleados, tipo playa con tortilla de papas y arena, ni con tiempo de pateras.
Casi llovió, casi de noche. Desde mi oficina, cuando salí a respetar la estúpida ley anti-tabaco, comtemplaba la catedral iluminada y no sentí el más mínimo remordimiento por no saber quién moderaría el debate del lunes, el gran show televisado después de trece años.
El mismo lunes, cumpliendo con mis cotidianeidades, repetí la escena, y tampoco sentí nada por no ser uno de los millones de tele-españolitos que estaban viendo y no mirando, oyendo y no escuchando lo que fuera que esos dos tipos tenían que decir.
Por eso, hoy las encuestas no hablaban de mí. Sé que tampoco me traían noticias tuyas.
Por otra parte, es lo más lógico del mundo, porque siempre me he negado a contestar preguntas para que unos funcionarios saquen sus cuentas. Y, sin embargo, ayer hubiera hecho una excepción. Mejor dicho, hoy. Si algún encuestador me hubiera preguntado sobre quién ganó el debate, no me hubiese atrevido a mentirle. Le hubiera contado la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
El debate lo ganamos todos los que tuvimos la suerte de no verlo ni escucharlo. Lo ganó el tipo que estaba acostado sobre un cartón en la Plaza de las Ranas, el gato que cruzó la Plaza del Pilar Nuevo, mi mano alcanzando tu pelo mientras te sentabas a horcajadas sobre Faycan o los que colgaban el cartel de cerrado por hoy, por fin, en el Hotel Madrid con la sonrisa de siempre y la conciencia tranquila, ajenos a las estadísticas.