Al pensar esto, se sintió indefinidamente
triste, como en una de esas largas tardes de
domingo de otoño en que llovizna mientras el
teléfono permanece indefectiblemente mudo.
Sólo los muertos. Alexis Ravelo
Demasiado tarde, se dijo Machín mientras le guiñaba un ojo a la hojilla de afeitar. Debería estar muerto o borracho, pero la maldita buena suerte sólo se apiadaba de él para tomarla con alguno de los pocos seres queridos que le iban quedando, incluyendo al gato.
Tenía dos llamadas pendientes: una por hacer y otra por recibir, y sabía que ambas iban a traer consecuencias más o menos previsibles, más o menos nefastas. No, no es que tuviera miedo. Cuando uno ha perdido todo se convierte en un estúpido, en un atrevido, en un valiente, pero no tenía muy claro si debía esperar, ni hasta cuándo o en dónde.
Seguramente llorar lo hubiera alivianado, pero llevaba ya demasiado tiempo solo y la autocompasión se fue difuminando con los años y la aceptación tácita de su nueva vida y la falta de ilusiones.
En vista de que el suicidio dejaba (por enésima vez) de ser una alternativa, organizó su particular homenaje de despedida. Se enchufó a Internet y comenzó a navegar por el fotoblog de Gus […]
Por fin sonó el teléfono en aquella triste tarde de domingo, en ese otoño tan raro que había llegado a la ciudad como cogiéndola por sorpresa sumiendo al paisanaje en una melancolía inusual del carácter isleño. No era la llamada que esperaba, pero…
– Bueno…
– ¿Machín? Sé que no es un buen momento para usted, pero un amigo en común me dio su teléfono porque pensó que cierta información le podría venir bien.
– Amigos van quedando cada vez menos -sentenció Machín mientras intentaba recordar de que le sonaba aquella voz-. Aún así pienso romperle la madre por haberle dado mi teléfono.
– Sí, es lo que tienen los amigos, unos se van muriendo y otros siguen jodiendo.
En otro momento de su vida Machín hubiera interrumpido la comunicación con un taponazo del auricular y una mentada de madre, pero no sabía muy por qué, aquel desconocido le inspiraba algo parecido a la confianza. A lo mejor era que estaba más viejo de lo que pensaba o que, en días como esos, cuando un amigo se va, uno necesita, después de todo, un poco de compañía.
– Por lo que veo, o por lo que oigo a usted tampoco le parece muy sano hablar sin una cara delante. Si le parece podríamos quedar… ¿Conoce la cafetería del Hotel Madrid? -preguntó Monroy como si no conociera la respuesta.
– Creo que sabré llegar.
– ¿Chochos o almendras?
– Da igual. Media hora. ¿Cómo nos reconoceremos?
– Le haré una perdida cuando llegue, o si lo prefiere puedo llevar una rosa roja en el ojal.
– Vale, y yo estaré leyendo un libro de Isabel Allende…
– Mejor la llamada perdida.