Sin noticias de Virginia Woolf



Si
un marciano visitara la tierra y se formara idea de ella con la sola lectura de
los diarios, pensaría que se trata de un planeta habitado únicamente por
hombres.
Virginia Woolf
  En la época de los ochenta hubo un grupo de rock que
pasó de puntillas por el panorama musical de la “movida”. Se llamaba Palmera, tal vez porque su origen era
isleño o vaya usted a saber la razón, si tenemos en cuenta los extravagantes
nombres que se estilaban por aquellos años.
  
  A nivel nacional se dio a conocer por una canción
titulada “
Devuélveme las llaves de la
moto
”, pero en sus Islas más al sur de Europa nos sabíamos su LP de
memoria.
Tenían otra canción, “Qué pena”, se llamaba, cuya letra nos daría de sobra para debatir
sobre la visión y situación de las mujeres en los locos, camaleónicos y, a la
postre, inútiles años ochenta.

  Empezaba así: «Nos conocimos la otra noche en un bar
y ni siquiera pude imaginar que a la mañana siguiente no descansaría hasta encontrar
su número en la guía», y la historia continuaba con el tipo haciendo todo lo
que se le pasaba por la cabeza —«Al día siguiente me enteré de su plan, hora y
lugares que iba a visitar; pensé en raptarla, llevármela conmigo, y apartarla
de todos sus amigos»— para estar con una mujer que había conocido por
casualidad una noche cuando ya estaba bastante pasado de copas.

  Por suerte, hoy en día tenemos leyes para meter a
energúmenos así entre rejas; por desgracia todavía hay gente que cree que el
arte lo justifica todo, y suele ser gente que no ha leído un libro en su vida,
claro.

  Mucho menos habrán leído uno que escribiera Virginia
Woolf hace ya 84 años, justo en la época de la Gran Depresión, esa que, en
comparación con la de ahora, no pasaría de ser una Pequeña Neurosis.

  En Una
habitación propia
, Virginia (Sthephen[1]) Woolf
(de quien hoy, 25 de enero de 2013 se cumplen 131 años de su nacimiento) dice
que «
Ni el más fugaz visitante de este planeta que cogiera el
periódico, pensé, podría dejar de ver, aun con este testimonio desperdigado,
que  Inglaterra  se 
hallaba  bajo  un 
patriarcado».

  La reflexión de Virginia viene después comprobar la
cantidad de libros publicados («¿Tenéis alguna noción de cuántos libros se
escriben al año sobre   las mujeres? ¿Tenéis
alguna noción de cuántos   están escritos
por hombres? ¿Os dais cuenta  de  que sois quizás el animal más discutido del universo?»)en
su mayoría por hombres hablando sobre las mujeres.

  Nuestra escritora trataba de encontrar respuestas a
sus preguntas y terminó encolerizada antes tanta “cultura” y erudición escrita
por «
Catedráticos, maestros de escuela, sociólogos, sacerdotes,
novelistas, ensayistas, periodistas, hombres sin más calificación que la de no
ser mujeres».

  Concluyó que la verdad no debía estar en la
literatura y se fue a los periódicos donde, supuso, vería reflejada la
realidad. Y, sí, la encontró. Justo eso, el reflejo de una sociedad patriarcal
donde las mujeres aparecían como un mero complemento en las noticias.

  Si alguien ha leído los periódicos esta mañana (o a
lo largo de este siglo, y el anterior, y), o ha sufrido la televisión, podría
pensar que aún vive en la época de Virginia Woolf, que la sociedad no ha
cambiado a pesar de lo que se dice y se cree.

  ¿Qué pasaría si un marciano llegara hoy a nuestro
planeta y quisiera, como Virginia Woof, conocer la verdad sobre nuestra
especie?

  Me imagino la escena al más puro estilo de Sin
noticias de Gurp.

  Nuestro marciano favorito acudiría a los medios de
comunicación para informarse sobre lo que es conveniente hacer para, por
ejemplo (algo muy típico en los libros de Ciencia Ficción), unir genéticamente
su especie con la humanidad.

  Partimos de la base de que nuestro marciano forma
parte de lo que aquí conocemos como sexo masculino y que en su planeta también
(o todavía) se usa el tradicional método de concepción y que, por lo tanto, los
hombres sirven para algo.

  Si Gurb, confundido por las costumbres terrícolas, quiere
conseguir una cita con su vecina y piensa que «Es muy probable que le gusten
las flores y los animales domésticos. Podría enviarle una rosa y dos docenas de
dobermans», ¿qué haría hoy nuestro marciano después de empaparse de publicidad?

  Y, sobre todo, ¿qué pensaría después de comprobar
que todo lo que en ella se dice no es más que una mentira orquestada por la
sociedad para someter a las mujeres?
Al verla llegar al restaurante, caminando sobre sus
tacones de aguja, sabría que lleva apósitos para los callos y que no lleva
zapatos abiertos porque seguro que tiene los talones agrietados.

  La falda larga porque no ha conseguido depilarse
bien las piernas, ni con la crema, ni con la máquina, ni con las tiras ni con
el soplete. Además, seguro que tiene varices.

  Al sentarse querrá ver si en su rostro se muestra alguna
expresión de incomodidad, prueba de que tiene hemorroides y las sufre en
silencio.

  Y entonces verá en que sus ojos están perfectamente
maquillados, sus pestañas con volumen, sus mejillas con colorete, sus labios
pintados, su piel natural disimulada bajo una capa de maquillaje que imita el
color natural de su piel.

  Su cabello sin caspa, pero con tendencia a la
alopecia, lleno de espuma, laca, crema suavizante y teñido en varios tonos.

  A pesar de que ha tenido que camuflar unas sombras
bajo sus ojos, sabe que duerme bien porque toma pastillas para el insomnio
ocasional.

  Ahora baja hasta sus pechos y comprueba que están lo
suficientemente tapados gracias al sujetador que parece una camisa de fuerza
pero que venden como si fuera un brasier de última moda. En realidad lleva dos,
porque el color carne venía de regalo con la oferta de la teletienda.

  Teme el momento de pedir la cena porque es
consciente, porque lo ha visto en los anuncios, que las mujeres son las que
cocinan siempre, al igual que ya observó que su ropa es de un blanco impoluto,
síntoma de que usa los mejores detergentes.

  Ella toma la carta en sus manos y ve unos dedos
cuidados gracias al lavavajillas con aloe vera.

  Todo marcha bien, pero sabe que se acerca el momento
crucial del postre y, lógicamente, ella pide un yogurt con bífidus activos para
que le ayuden al tránsito intestinal seguido de un digestivo contra los gases y
otro para la pesadez y el ardor de estómago y un chicle para el mal aliento.

  Durante toda la velada no ha dejado de percibir que
sólo huele ligeramente a perfume, y a desodorante, pero jamás podrá saber si
tiene la regla porque usa compresas con alas que eliminan por completo el olor.
De hecho, no huele a ser humano sino a miles de marcas de cosas indispensables
para hacerle creer que es lo más parecido a un hombre o a lo que los hombres
creen que es una mujer.

  Tal vez, si nuestro marciano favorito, en lugar de
perder el tiempo buscando en los medios de “información” hubiera recorrido el
camino a la inversa que nuestra escritora, quizá, quiero creer, habría tenido
la fortuna de seguir leyendo las reflexiones de Una habitación propia. Habría
sabido que «
Durante
todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso
poder de reflejar una silueta del hombre 
de tamaño doble del natural.  Sin
este poder, la tierra sin duda seguiría 
siendo  pantano  y selva. 
Las glorias  de todas
nuestras  guerras serían desconocidas.  Todavía estaríamos grabando la silueta de
ciervos en los restos  de  huesos 
de  cordero  y trocando 
pedernales  por  pieles 
de  cordero  o cualquier adorno sencillo que sedujera
nuestro gusto poco sofisticado. Los Superhombres  y Dedos del Destino nunca habrían existido.»

  Por eso seguimos Sin noticias de Gurp, de Virginia
Woolf y de la verdad sobre las mujeres, «
Porque
si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la
robustez del  hombre  ante 
la  vida  disminuye.»

© Carlos de
la Fé


[1] Stephen era su apellido de soltera, pero lo
traigo a colación porque me parece curioso que, juntando ambos apellidos, suene
a Steppenwolf, y creo que Virginia tenía algo de Harry Haller y, por supuesto, me recuerda a Stephen Dedalus, personaje de el Retrato del artista adolescente y de Ulysses, considerado alter ego de James Joyce, a quien se le atribuye la invención de la técnica del monólogo interior que también empleó Woolf.