Autores locales y locos autores



   Permítanme una breve presentación de la breve presentación que hizo el
gran autor de relatos breves sobre otro gran autor de relatos menos breves y,
ya puestos, una recomendación para que no se pierdan los próximos eventos
organizados por…
   Recuerdo nítidamente aquella mañana —la recuerdo como si fuera ayer,
sábado 5 de mayo— en que llegué a la Biblioteca de Andalucía después de superar
con buena nota las decenas de excavadoras, las centenas de vallas y las miles
de zanjas que adornan la ciudad de Granada. Se rumorea que ya hay atletas
preparando la maratón por estos lares luciendo el nuevo uniforme retro-cool que
alguien o algo diseñó para poner a España donde se merece (entre zanja, vallas,
excavadoras…). ¿Podía ser peor? Como le dijo Igor al doctor Frankonstain:
puede llover. Y llovía.

   Las penas con pan son menos (nuevo lema del gobierno, aunque no está
sobre la mesa del consejo de ministros), y con vino ni penas ni nada. Y vino el
invitado de honor, Jesús Ortega,
al que ya había tenido el placer de escuchar en la primera mesa redonda de la
Feria del Libro de Granada. Bajo la lluvia se empezó a vislumbrar un rayo de
ingenio, inteligencia y buen rollo nada más saludar al organizador Juan
Carlos Friebe
. Mientras departíamos sobre lo humano y lo divino, fumando un
cigarrillo quejándonos del precio del tabaco, fueron llegando amigos y amigas.
Juan Carlos me presentó a Jesús (ahora sí y para siempre rebautizado como “escrito
(sic) local”), a
Juan Varo Zafra, director
de la Cátedra
Federico García Lorca
, y también llegó Carmen (que hizo una reseña
de a deveras
sobre Jesús, Ortega, claro) entre otras personas, y a un personaje
de presencia torpe y extraña. Igual
que el título de uno de los cuentos incluidos en el último libro de Ortega, Calle
Aristóteles
, aquel tipo tenía toda la Cara de llamarse Antonio, pero se hacía pasar por un tal Ángel,
Ángel Olgoso.
   Ahí empecé a sospechar algo, tal vez contagiado por la cercanía de Alejandro Pedregosa
y el influjo de sus novelas, a pesar del odio que  yo también empiezo a tenerle. Como todo el
mundo sabe, Ángel Olgoso no existe porque es un pseudónimo que usa el dios de
la literatura para que el resto de los mortales nos muramos de envidia.
   Aún así, el tipo fue presentado como mortal y comenzó la presentación de
la que no me resisto a trascribir el inicio.
   «Como diría el gran Macedonio Fernández: “Son tantos los ausentes que si
falta uno más no cabe”.
   Conviene aclarar que estaba previsto que esta presentación la hiciera el
Gran Wyoming o en su defecto Andreu Buenafuente, pero Jesús se empecinó en que
quería un presentador verdaderamente gracioso, y por lo visto Juan Carlos
Friebe —que organiza de maravilla estos encuentros— entendió por lo de la rima
que Jesús quería de presentador a Olgoso, desde entonces los estoy viendo a los
dos en mis más selectas pesadillas.
   Ya en serio. Cuando Jesús se acercó a mi inexpugnable torre de marfil y
me propuso que presentara su lectura mi primera reacción ante tal eventualidad
fue hacer las maletas y huir a Laponia; luego estuve varios días con el vello
de punta y haciendo un esfuerzo sobrehumano para serenarme únicamente perdí
diez kilos. He aquí la lamentable prueba.
   Hasta que comprendí que Jesús no iba a ceder por mucho que le insistiera
acerca de mi timidez patológica debida probablemente alguna tara en mi débil
constitución mental, por mucho que lo alentara de que con toda seguridad mi
torpe y extraña presencia estropearía su acto, o por mucho que le repitiera esa
sabia máxima del crítico alemán
Reich-Ranicki: “Pedirle a un escritor que entienda de literatura es como
pedirle a un pájaro que entienda de ornitología”.
   Hasta que comprendí además que no podía rechazar el privilegio de
presentar a uno de los más interesantes hommes
de letres
que tenemos en Granada y de paso aprovechar para airearme un poco
la cabeza de la pesadilla, del genocidio socio-económico, de la absoluta
perplejidad, del mare tenebrarum en
el que los nuevos y desbocados señores feudales nos someten a diario en un
momento en el que
, para decirlo al modo de (aquí la mala grabación y
peor memoria dejan esta cita huérfana) “la situación está preñada de notable
peligro”; una situación que, para decirlo al modo bíblico, se verifica que no
son precisamente los mansos los que van a heredar la tierra.
   Así que,
como estaba claro que no quedaba más remedio, decidí arrastrarme hoy hasta
aquí, a la Biblioteca de Andalucía. No obstante Jesús, demostrando un sadismo desconocido
alguien de su bonhomía me puso más nervioso, si cabe, al decirme que deseaba un
acto informal, sin papeles por medio, como si estuviéramos en la terraza del
café Humbold[i],
y que presumiría de haber sido el primero en conseguirlo. Se siente, Jesús,
otra vez será —digo mostrando misteriosamente los folios (creo que esta
anotación no tenía que leerla.
   Sin duda
era loable su intención, sin duda quería arrojarme a la piscina para que
aprendiera a nadar, o nadara de una vez. Sin duda pretendía ahorrarme un mes de
pulimento de los dos folios de la presentación, pero no podía dejar de verla
como una traición artera de Jesús.
   Ahora que
ya esta se ha consumado, aunque sea a medias; ahora que estamos tan cómodos
como en la terraza del café (ver nota
final
), no sé si hacer uso de una retórica proverbial para interrogarle
sobre su obra, para preguntarle si quiere un mojito o un chocolate con churros».
   Mi
desconocimiento de la obra de Jesús Ortega —todo lo contrario que en el caso
del tipo que se hace llamar Olgoso— sólo es comparable a mi admiración después
de escucharlo hablar sobre sus métodos de composición, después de contarnos
algunos de esos secretos que siempre queremos saber de los textos que nos han
tocado especialmente, como el que tuvimos el privilegio de oír de su propia
voz, El paseante, un relato que
merece formar parte de una improbable Antología
de Relatos Paranoicos
junto a, por ejemplo, No se culpe a nadie de Cortázar.
   Sobre este
cuento en concreto parece reflexionar Hipólito G. Navarro cuando dice que «Los
diez relatos de Calle Aristóteles superan todas las expectativas que
crearon aquellos cuentos magistrales de El clavo en la pared. No me cabe
la menor duda: los autores que se crucen con Ortega en el camino del cuento
tendrán que bajarse sin remedio de la acera, quitarse el sombrero y dejarle el
paso libre, expedito; a él, y al chaparrón de nuevos lectores que lo irán
siguiendo encantados».
   Como se
decía en la reseña periodística hipervinculada (ahí queda eso) Ortega es un
“escrito local” nacido en Melilla y residente en Granada, donde coordina, desde
1997, las actividades culturales de la Huerta de San Vicente, Casa-Museo
Federico García Lorca. Autor del libro de cuentos El clavo en la pared
(Cuadernos del Vigía, 2007), ha participado en recopilaciones y antologías como
Nuevos relatos para leer en el autobús (Cuadernos del Vigía, 2009), Siglo
XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual
(Menoscuarto, 2010) y Pequeñas
resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2002-2010
(Páginas de
Espuma, 2010). Además escribe en un blog en El País que lleva por nombre el
título de su primer volumen de relatos (El clavo en la pared)
y el original e inquietante Proyecto
Escritorio
, donde reúne imágenes y reflexiones a propósito de los espacios
de escritura de autores contemporáneos en lengua española.
   También nos
confesó que no es amante de las tópicas y manidas sorpresas finales ni de
artificios estilísticos a no ser que el propio texto los demande. El tipo que
se hacía llamar Olgoso le preguntó: «¿Qué importancia le das al remate del
texto? ¿Sales de viaje con el final ya en la mochila, te lo encuentras por el
camino o los buscas desesperadamente Respuesta: «Detesto los finales con truco,
los finales circulares y los finales que tienen alguna sorpresa. No es que no
los disfrute. Me gustan mucho los cuentos que están construidos así y hay obras
maestras en esa forma de hacer cuento. Mis cuentos no están concebidos desde el
principio con el final pensado sino, como dices muy bien, me los voy
encontrando mientras escribo. Es muy curioso el proceso de hacer un cuento, al
menos en mi caso. Yo no sé cómo va a acabar pero sí sé que hay un momento en
que el final brota de forma como misteriosa. De forma mágica de pronto uno sabe
que es el final. No es premeditado ni es circular ni hago trampa. Creo que ni
en uno solo de mis cuentos hay trampa en el sentido de guardarse una carta
mientras repartes juego, que es un tipo de cuento —insisto— que me encanta pero
que no me gusta hacer. Los míos, como decía Chéjov, son trozos de vida. [Mis] finales
juegan con el concepto de silencio, de hueco, de vacío, de aire, de espacio que
no se nombra. Me gusta que las estructuras de mis cuentos estén llenas de aire,
que haya huecos, que hay cosas que no se nombran. Creo que mis cuentos juegan
tanto o más con el silencio, con lo no dicho, con el detalle que con lo que se
dice».
   Como decía Erskine Caldwell: «Terminar un cuento es saber callar
a tiempo». Tan bien dicho, tan fácil que parece pero al alcance sólo de quienes
han adquirido tal grado de maestría que no necesitan demostrarlo más que con
palabras, como en el caso de Jesús Ortega.
   En la
portada de este segundo libro de Ortega se destaca la «Sencillez y tersura, y
una brillante capacidad para convertir en propias las voces de los otros,
forman parte de su estilo invisible como narrador», y quienes se dedican a las
letras saben que no hay nada más difícil que escribir un texto que parezca
sencillo, natural, verosímil y accesible más allá de pirotecnias estilísticas,
metalingüísticas y demás epítetos sesudos.
   Pregunta: «En
tus relatos no quedan residuos visibles del caudal de lecturas. Tu cultura
libresca se ha filtrado a la perfección en la malla narrativa hasta pasar
desapercibida, no así el cosmopolitismo de tus viajes. ¿Tu máxima aspiración es
tal vez conmover a través de ese estilo invisible que se señala en la portada?»
   Respuesta: «Hay otro tipo de cuentos —sigue diciendo—
que no me gusta hacer que son los cuentos culturalistas o aquellos en los que
los artificios culturales se aprecian mucho o se ponen en primer lugar. En mis cuentos
hay muchas más lecturas, mucha más intertextualidad, homenajes y referencias de
las que parece, lo que ocurre es que procuro que sean invisibles, y espero que
en algún caso el lector las capte […] Cuando tú hablas de estilo invisible me refiero al estilo
que está en función de lo que se narra. No me gusta cuando escribo, o rechazo —siempre
cuando corrijo es en lo primero que me fijo para eliminarlo— aquellos elementos
estilísticos que vinculo con lo artificioso, con lo que Onetti llamaba literaturoso, o lo exhibicionistamente
estilístico. Incluso con algo que hoy se estila mucho, esa manera entre cínica
y cool de presentar los personajes o de combatirlos o de sospecharlos o de
negarlos. Siempre intento que mi estilo sea terso en ese sentido. Hay mucho
trabajo, evidentemente, de poda, de limpieza: no porque sea terso, invisible o limpio
hay menos trabajo, pero creo en ese estilo porque me preocupa mucho que en mis cuentos
haya algo tan viejo, tan clásico, que encuentro muy poco últimamente en los
libros de cuentos que se publican en los últimos años y es lo que yo llamo vida».
   Esa es su
aspiración —busca, que no es poco, y  encuentra,
que ya es demasiado—, que sus cuentos transmitan vida, no en un sentido
estrictamente realista o naturalista, sino que quienquiera que se acerque a su
prosa salga, de alguna manera, tocado, en el sentido más amplio que se aplica a
la poesía, tal y como dijo Friebe en la segunda e intensa parte del encuentro
en un bar —centro de vicio y cultura a partes iguales— cercano.
   Y es cierto
que las palabras de Ortega llegan, tocan y se nos quedan para siempre. Si todos
sus cuentos producen el mismo efecto de encantador de serpientes, me temo que
pasará a formar parte de mi altar de dioses con patas, por más que le pese a él
y me encante a mí y al resto de mortales que tendremos la suerte de seguir
disfrutando de sus letras.
   Como decía
aconsejaba, again, Chéjov: «Para
esculpir un rostro en una pieza de mármol es necesario quitar todo lo que no es
la cara». Jesús Ortega va más allá, más adentro y más cerca: esculpe el gesto.
© Carlos de la Fé


[i] Transcribo
el nombre del famoso bar tal y como me sonó. Dejo a criterio del público lector
decidir si mi confusión se debió a la mala grabación o a mi dureza de oído para
el acento granaíno. Haciendo gala de la malafollá característica de esta
tierra, en medio de una discusión familiar en el día de la madre, tres de ellas
—madres y granaínas—, después de morirse de risa me corrigen: efectivamente,
como ya habrán sospechado, se trata del Café
Fútbol
. Pero no me dirán que el otro nombre le daba un no sé qué
literario…