viajero-oviedo

Cuando leía Gallimard me trasportaba, inevitablemente, a París, a Montparnasse, al cementerio de Cronopios, y acababa borracho de Absenta.

Al leer Porrúa, cruzaba -dependiendo de su estancia circunstancial- el Atlántico y se sumergía en las recónditas aguas del Zócalo, y se cogía a la Malinche y terminaba, invariablemente, tomando Mezcal en Coyoacán.

Sin enGarbo, la editorial francesa me evoca un gallo, olimpiadas, unas tenis, Le Cop Sportif, y me veo transitando por La Baixa y El Chiado, caminando por la Rua Augusta, como quien divaga por la calle Sierpes de Sevilla o la Mayor de Triana, en Las Palmas, para desembocar, descaradamente, en la Praça do Comercio, de camino a Belèm par tomar un Oporto.

Mi mente hace Boom y acaba en la Barna integradora de acentos y vanguardias, en la colonización devuelta, en la barba sin bigote de Barral, entre rayuelas argentinas, centenarios colombianos, obscenos pájaros chilenos,  muchachos peruanos y tigres cubanos fumando puros en Londres.

Ahora mismo, dudo entre sacar el primer boleto a cualquier destino o terminar esto, aunque sea con el tradicional y necesario fin.