Muchos años después, frente a un folio en blanco y un montón de perras negras alineadas cual pelotón de fusilamiento, Tito había de recordar aquella mañana de Reyes, cuando despertó -tras un sueño inquieto, casi eterno- y fue corriendo al salón para encontrarse, perfectamente parado sobre el sofá y como con una sonrisa burlesca, con el regalo más extraño que recibiría en toda su vida: un dinosaurio.

   Ahora, por fin, lo comprendía. Antes de terminar la última línea echó un vistazo, como siempre, hacia el sillón. El dinosaurio seguía allí, y se sintió bien, prácticamente un Balzac.